Propiedad y necesidad: hay agua en la piscina
Felipe Schwember, Faro UDD
- T+
- T-
Felipe Schwember
En todo discurso contra la propiedad privada suele apelarse, tarde o temprano, al argumento del egoísmo: la propiedad sería indeseable porque es, o bien un producto de las disposiciones egoístas de quienes aún no se elevan a las virtudes de la verdadera sociabilidad, o bien porque alienta precisamente ese tipo de disposiciones: la avaricia, la indiferencia ante el destino del prójimo, la codicia, la frivolidad, entre otras, serían resultado suyo.
De ahí que sus detractores más intransigentes crean que no existen razones en favor de la propiedad privada diferentes del mero egoísmo, al que estaría indisolublemente asociada; o no al menos razones que se extiendan más allá de la propiedad estrictamente personal (después de todo, tales detractores no esperan que todos tengamos que compartir el mismo cepillo de dientes).
Pero, como es obvio, el fundamento de la propiedad no puede hallarse en el egoísmo. Intentar justificar la propiedad (o cualquier otra institución social) en el egoísmo es, evidentemente, un contrasentido. Tal vez la mejor prueba de ello es que incluso quienes intentan hacerlo afirmen, precisamente, que la propiedad privada es deseable como institución social porque promueve los intereses particulares de todos los individuos. La afirmación de que la propiedad privada es justa (o conveniente) porque ofrece oportunidades de satisfacción a todos los egoístas por igual, puede persuadir a los más cínicos, pero, paradójicamente, no a los mismos egoístas. Después de todo, ¿por qué le debería importar a un egoísta que otro egoísta tenga también oportunidades de mejorar? ¿Por qué podría importarle, por ejem-plo, que se queme un bosque o, peor, una región entera, mientras su casa se salva de las llamas? Un egoísta puede contemplar sin remordimientos el dantesco espectáculo desde su propia piscina. Allí está fresco.
“Ah, pero esa miopía refleja un problema de cálculo”, responderá el cínico. “El egoísta no se da cuenta de que el egoísmo al final no es conveniente”. Pero los cálculos pueden ser muy engorrosos, amén de engañosos. Y poco convincentes.
Las razones que se ofrezcan en favor de la propiedad no pueden quedar confinadas al egoísmo. Por eso es más verosímil afirmar que la propiedad privada existe porque necesitamos de cosas materiales sobre y con las cuales actuar, así como de reglas que ordenen de modo imparcial el acceso y uso de tales cosas. Tales reglas permiten establecer un orden para el ejercicio simultáneo de nuestra libertad y, con ello, un orden de cooperación (orden, dicho sea de paso, que evita los vicios que alientan los sistemas de propiedad colectiva).
Por eso se entiende normalmente no sólo que no puedo usar mi propiedad de modo que perjudique a otros, sino que, además, no puedo legítimamente impedir que otro use mi propiedad en caso de necesidad. Por ejemplo, si mi vecino necesita atravesar mi propiedad para escapar de las llamas que queman su casa, yo no puedo impedirle que lo haga. Tampoco puedo legítimamente impedirle que saque agua de mi piscina para apagar las llamas.
Como el lector se imaginará, toda la reflexión precedente está motivada por las noticias acerca de la negativa de ciertos particulares a que bomberos usen el agua de sus piscinas. Quienes incurren en tales conductas parecen querer darles la razón a los detractores de la propiedad privada, lo que demuestra que el egoísmo es menos astuto de lo que parece.